A fines de septiembre pasado, el presidente de la Comunidad de Cataluña, Quim Torra, fue destituido por el Tribunal Supremo por “desobediencia civil”. La ‘insubordinación’ de quien fuera investido por el Parlament con sede en Barcelona obedeció a que Torra se pronunció en contra de las penas de prisión dictadas contra los dirigentes catalanes que se habían movilizado en defensa del “derecho (nacional) a decidir” para Cataluña.
En estos momentos, el Senado norteamericano se apresta a indicar para la Corte Suprema de Estados Unidos a la candidata de Trump para el cargo, que se encuentra vacante por el fallecimiento reciente de una magistrada de corte liberal. Cuando culmine el proceso de indagatorias, la Corte norteamericana quedaría con una mayoría de 6 a 3 a favor del ala conservadora o de derecha. Con semejante diferencia el Tribunal quedaría en condiciones de dictar fallos reaccionarios para los derechos civiles, en primer lugar, y abrogar derechos consagrados desde hace medio siglo, como ocurriría con el derecho al aborto. En la composición anterior, el presidente de la Corte había inclinado una votación hacia el reconocimiento de la estabilidad laboral de las diversidades de género, que estaban fuertemente cuestionadas por las iglesias evangélicas y numerosos gobernadores. El argumento a favor de esa discriminación era que afectaban el derecho de conciencia de sus colegas de trabajo religiosos. Con la nueva composición que pretende imponer Trump cuando faltan pocas semanas para su derrota electoral, el cambio de frente de un solo juez no alcanzaría para neutralizar la mayoría derechista.
La candidata a llenar la vacante milita en una secta que reivindica la supremacía masculina en la familia, con la salvedad de que el supuesto privilegio marital y paternal solo vale si acepta el asesoramiento de un consejero de la secta. Amy Coney Barret ha evitado adelantar a los senadores su posición conocida contra el derecho al aborto, de un lado para evitar que las sesiones sean invadidas por el movimiento de mujeres, pero del otro para remarcar un principio muy republicano: los jueces deben interpretar la letra de la Constitución y no adjudicarse el derecho a invocar su “espíritu”, y el establecimiento de las políticas públicas corresponde al Congreso y no al Poder Judicial. No mencionó que ella deberá su cargo a una rama de ese Congreso, el Senado, que será renovado en tres semanas, y que fue designada por Trump, quien podría dejar de ser Presidente en ese mismo espacio de tiempo, aunque la entrega del cargo la hará en enero. Dicho todo esto, ¿por qué sorprenderse de que los periodistas interpelen a Biden, rival de Trump, acerca de si propondría ampliar la Corte, en caso de ser electo, y que Biden evitara una respuesta negativa?
Lo ocurrido en el estado español y lo que sucede en Estados Unidos ilustra el carácter político del Poder Judicial, como lo establecen la inmensa mayoría de las Constituciones, y no un órgano de administración de justicia. Cuando en Argentina se ataca la ‘judicialización de la política’, se cacarea una frase sin contenido, porque es para eso que hay Poder Judicial. Pero, en una república, tiene un carácter muy particular, porque no es elegido por la ciudadanía ni renueva periódicamente sus cargos. Tiene las llaves del estado, porque los otros dos poderes cambian, en principio, de personal en forma periódica. Fue introducido como reacción contra las grandes revoluciones burguesas, en Europa especialmente, que no admitieron semejante institución aristocrática en su período de ascenso, sino que fueron impuestas en el reflujo. En medida diferente es lo que ocurre también con el Poder Ejecutivo -un sustituto republicano del monarca -, porque subordina por métodos burocráticos a las Asambleas o Congresos nacionales, cuyas decisiones no entran en vigencia enseguida que son votadas. En las campañas electorales de la izquierda hemos recogido, sin advertir esta situación, el programa de que los jueces y fiscales deban ser electos, cuando corresponde reivindicar que el único poder democrático es la asamblea electa, como punto de partida de la vigencia de la soberanía popular. En forma más amplia ese pueblo soberano debe desarrollar la capacidad de imponer su soberanía, en primer lugar, eliminando la burocracia civil y militar; en segundo lugar, empoderando a los trabajadores manuales e intelectuales para controlar y gestionar el trabajo social.
La actualidad de este asunto es por demás evidente. La pelea política por el control del Poder Judicial, es decir para que ese poder sirva a los políticos de turno, se combina con la pelea de la casta judicial para convertirse en poder arbitral, que siempre se transforma en dominante. El monopolio que ejerce la Justicia para determinar la constitucionalidad de los actos políticos lo ubica en el censor de las decisiones ejecutivas y hasta parlamentarias, por ejemplo como ocurre con el acuerdo con Irán que fue votado por Diputados y Senado. La constitucionalidad, en una república, solamente debería ser dilucidada por medio de la lucha política, al márgen, en este ejemplo, del carácter capitalista o socialista de la Constitución. Lejos de ir en esa dirección, desde el gobierno de De Gaulle, en 1958/62, en Francia, se establecieron Cortes Constitucionales, que pueden ser convocadas o auto-convocadas para decidir en forma directa o inmediata, sin pasar por las instancias de apelación como ocurre en Argentina. Pero la ‘viveza criolla’ logró copiar el modelo autoritario francés o, para el caso, el español, inventando el ‘per saltum’, o sea el acceso a la Corte desde el fallo de primera instancia. La pandemia ha acentuado este corte anti-democrático de todos los regímenes políticos, con la irrupción más frecuente de la figura de la “fuerza mayor”, que ante una calamidad que se extiende en el tiempo se convierte en recurso normal. Está claro para cualquiera que si la excepción se convierte en la norma, el gobierno es ejercido por el Poder Judicial, hasta que un giro político concentre ese poder en una persona.
El poder judicial debe decidir acerca de los delitos que se tramitan contra CFK, de un lado, y Macri, del otro, dos de los polos políticos del momento. O sea que las decisiones políticas fundamentales dependen, cierto que en última instancia, de los hombres y mujeres de toga, no de los trabajadores, que son la mayoría del pueblo y la ciudadanía. La crisis política ha sellado la suerte del Consejo de la Magistratura, que pretendía designar jueces por concurso y acuerdos políticos. Los desmanejos en el Consejo de la Magistratura han afectado el control burocrático del poder judicial por parte de la Corte Suprema, y por sobre el presupuesto, como se puso en evidencia cuando se votó la ‘reforma previsional’ de la Justicia. La Corte tiene que arbitrar en pocos días acerca del traslado de jueces, entre el gobierno y los macristas, algo que todo el mundo interpreta como el primer paso de otros arbitrajes que esperan para el mandato actual del gobierno. Aunque la Corte no tuvo más remedio que fallar en favor de los ajustes que reclaman los jubilados, no aceptó el criterio del ‘class action’, lo que obliga a litigar a millones de jubilados y ahorra un dinero fabuloso para que el Tesoro pague la deuda pública. Históricamente, el Poder Judicial se convirtió en una rémora que aplasta la vida nacional desde que legitimó el golpe de estado de Uriburu, y así de seguido, incluida por sobre todo la última dictadura. Los partidos del sistema recurren al Poder Judicial y a las Fuerzas Armadas para organizar y supervisar los procesos electorales, reforzando todos los elementos institucionales y burocráticos de una democracia tutelada.
La abolición del poder judicial, para reconvertirlo en un “servicio de justicia”, como lo proponen algunos kirchneristas, y con más énfasis Mempo Giardinelli, es irrealizable bajo el capitalismo. La razón es sencilla: todo conflicto judicial entre capitalistas es una pugna de intereses, que cuando llega a cierto nivel se convierte en una pelea política y en una crisis política. ¿Cómo se va a resolver la cuestión del espionaje interno desatado por el macrismo (de los doce años K, con Stiusso ‘in testa’, se habla menos), sin revelar la identidad de los espías? Cuando Gustavo Béliz puso la foto de Stiusso, en 2003, voló él, no el que más sabe del atentado a la AMIA y de la muerte de Nisman. Stiusso, lo contó Netflix, ha sido un agente de la CIA y el Mossad.
Los socialistas no podemos reclamar por fantasías, a saber, un servicio de justicia en lugar del poder judicial. Solamente en ciertas circunstancias excepcionales podríamos o deberíamos tomar partido por la elección popular de jueces y fiscales. La vigencia de esta institución en Estados Unidos no ha hecho a la Justicia norteamericana menos racista, menos misógina y menos anti-obrera – su función es proteger a la policía. Chocobar quiere un juicio por jurados, con la expectativa de que los medios de comunicación le arrancan a los jurados un fallo favorable por el asesinato por la espalda a un delincuente. La justicia como servicio sólo la establecerá un gobierno de trabajadores, que concentrará el poder en asambleas y consejos electos y revocables y elevará a la clase obrera a la condición de clase dominante, de un lado, y emancipadora, del otro.