El tema del cambio climático ha venido ocupando la primera plana de la agenda política internacional. El énfasis está puesto en el calentamiento global, relegando a un segundo plano otros aspectos, como el envenenamiento de la agricultura y la alimentación o la depredación de las especies por parte de la industria farmacéutica internacional.
En el campo de la izquierda, la cuestión del clima ha dado paso a la formación de distintas corrientes. Una de ellas señala que la crisis climática ha ingresado a un punto sin retorno, lo cual replantea la vigencia del ‘paradigma’ marxista, que sustenta la lucha de clases y la revolución socialista mundial. La descomposición del sustrato natural de la sociedad habría quebrado la posibilidad de una sociedad sin clases – lejos de la premisa de la abundancia y del cese de la lucha por la existencia, la humanidad habría entrado en un mundo con recursos menguantes, como consecuencia de la destrucción del medio ambiente. El socialismo o el marxismo deberían asumir este cambio radical de las condiciones históricas, y postularse para gestionar el “derrumbe civilizatorio”. Nos encontramos, con las debidas diferencias, a un retorno del malthusianismo en la época de la decadencia capitalista.
De otro lado, se encuentra una corriente “ecosocialista”, que pretende llenar el vacío ecológico que exhibiría el marxismo y, como ocurre con el “feminismo anti-capitalista”, abrir el camino al pluriclasismo y al frente popular. Se trata de un aporte curioso al marxismo, como si este no partiera de la alienación, o sea de la separación del ser humano de su propio medio. El comunismo no es sólo la sociedad sin clases sino la reconciliación de la sociedad con la naturaleza, incluida la suya propia.
Se advierte que la cuestión del cambio climático es el pretexto o el argumento para un nuevo revisionismo, que hace siempre aparición en coyunturas de ruptura de la sociedad capitalista. Significativamente, la cuestión climática no fue señalada en sus implicancias catastróficas en los famosos “treinta años gloriosos” de la posguerra, que fueron muy celebrados por gran parte de la izquierda, precisamente cuando se desarrollaba como nunca antes la explotación de los recursos fósiles que producen el calentamiento global.
La cuestión del cambio climático no puede ser abordada fuera del contexto histórico y su correlato – la lucha de clases y la lucha política. La destrucción de las fuerzas productivas y del medio ambiente se encuentra en los genes del capitalismo, cuya base es la cosificación de las relaciones sociales y la explotación mercantil de la fuerza de trabajo (y de unas naciones por otras). La barbarie se encuentra en la genética del capital; desde su fase de ascenso desarrolla su labor creativa mediante la destrucción de la fuerza de trabajo y del medio natural de existencia. La época de su decadencia despliega esa tendencia destructiva de forma potencialmente ilimitada. Se trata de un movimiento histórico contradictorio, mediado por una lucha de clases de alcances más revolucionarios, guerras e insurrecciones nacionales.
La barbarie y el colapso civilizatorio aparecen como cuestiones concretas antes de las advertencias sobre el cambio climático por parte de la comunidad científica. Las guerras imperialistas (que Lenin caracterizó en su momento como “un cambio de época”) pusieron en vigencia el slogan “socialismo o barbarie” e inauguraron los debates sobre un “derrumbe civilizatorio”. Hoy son presentados como una amenaza menor a la que representaría el cambio climático, solamente por los reveses que sufrió el imperialismo en esas guerras – la revolución de Octubre, en un caso, la derrota del nazismo y las revoluciones de posguerra, en el segundo. Una victoria del nazismo, como resultado alternativo de esa guerra, habría convertido al mundo en un campo de concentración gigantesco, por supuesto que con cámaras de gas incluidas. La naturaleza hubiera sido devastada por el pillaje hitleriano, en paralelo a la esclavización humana. La derrota (relativa) de esa barbarie fue alcanzada por medio de guerras revolucionarias y revoluciones sociales. Estas guerras y revoluciones siguen siendo las únicas barreras concretas contra la barbarie capitalista
La amenaza a la civilización que representa la destrucción del clima, o del “equilibrio” o “metabolismo” climático, ha sido precedida y aún se encuentra acompañada por otra amenaza de alcance apocalíptico – una guerra nuclear. Hiroshima, Chernobyl o Fukuyima han tenido un efecto devastador sobre el medio ambiente, más allá del crimen de masas de lesa humanidad del lanzamiento de la bomba atómica sobre Japón (o del napalm sobre Vietnam). Una guerra nuclear, observemos al pasar, aceleraría los ‘cambios climáticos’ en una forma que desafiaría la imaginación de cualquier ‘colapsista’. El derrumbe civilizatorio acompaña la decadencia capitalista como la sombra al cuerpo, y no puede ser separada de ella, sin caer en las operaciones ideológicas. Después de la integración de China y Rusia a la economía mundial, el mundo vive una espiral de guerras, y nunca dejó de estar amenazado por un apocalipsis atómico.
La crítica a la tendencia a la catástrofe climática no puede ignorar las experiencias del ‘socialismo en un solo país’, tanto en China como en Rusia, incluido un precio elevado de vidas. La “acumulación primitiva”. Las burocracias contrarrevolucionarias no inventaron un modo de producción propio, lo cual solamente habría sido posible a escala mundial, sino que adaptaron, a su modo, bajo la presión del capitalismo, los métodos más bárbaros de éste. La restauración capitalista alineó a estas sociedades, ulteriormente, a la tendencia mundial que acentúa la perspectiva de una catástrofe climática.
En resumen, la posibilidad del colapso, la barbarie y la catástrofe de la humanidad deben colocarse en el marco de la historia y de la política. Fuera de ellos, sólo existe la nada.
El cambio climático y el agotamiento de recursos que lo acompaña forma parte del metabolismo de la acumulación bajo el capitalismo. No se puede proceder a un cambio de rumbo del primero sin la abolición del segundo. Los recursos menguantes engendran, en primer lugar, nuevas guerras, por ejemplo, por el control del petróleo y el gas natural o el litio. La guerra, armamentismo mediante, es el principal factor de succión de recursos contaminantes y menguantes. La voracidad capitalista por esos recursos altera catastróficamente las condiciones de vida de amplias masas, por la contaminación de ríos y del agua, cuando no la completa privación de ellos. En todo el mundo se han desarrollado luchas inmensas por el cuidado de glaciares y del agua y contra la minería contaminante. La cuestión del cambio climático desata luchas de clases que tienen como referencia las condiciones de vida, como ocurre en las empresas y lugares de trabajo contra la insalubridad laboral. Desata, en consecuencia, crisis políticas y revoluciones. Esta enunciación no remite a un “ecosocialismo” sino al marxismo revolucionario ‘tout court’.
La política climática de los gobiernos imperialistas está asociada a la guerra por un nuevo reparto del mundo, no es ajena a ella. No se puede discutir una política socialista acerca del clima ignorando las guerras que engendra. El autoabastecimiento de petróleo por parte de Estados Unidos, por medio del fracking, no ha llevado a una ‘política de paz ‘del imperialismo norteamericano en Medio Oriente, por una razón muy simple: nadie entrega recursos que pueden caer en manos rivales, en primer lugar. China, por otra parte, el rival designado por Trump y el partido demócrata importa petróleo de Irán. El mismo fracking estadounidense se encuentra en crisis – las principales empresas se han presentado a concurso de acreedores. Señalar una perspectiva de colapso climático inminente sin relacionarlo con el imperialismo y las guerras; y sin relacionarlo con las guerras revolucionarias y revoluciones que engendran; se convierte en un torneo ideológico para cuestionar la vigencia del programa de la dictadura del proletariado y la revolución proletaria internacional.
El cambio climático no se reduce al calentamiento global; se expresa en la depredación de especies y la infiltración química de la agricultura (que Marx señaló, digamos de paso, desde 1848 – Riazanov, Biografía Manifiesto). Se trata de una agresión en gran escala al metabolismo de la naturaleza y la alimentación humana y animal. Ha habido grandes luchas contra el capital químico en la agricultura y sus financistas. La primera gran reivindicación contra el capital ha sido, históricamente, la nacionalización de la tierra, que no aparece, sin embargo, en la agenda del ecologismo, como tampoco la nacionalización de la banca y el capital financiera. La crítica ecologista al planteo de expropiar a las empresas contaminantes, alega que se trataría de dar un uso ‘socialista’ a ellas, sin cambiar el ‘modelo extractivista’. Pero la expropiación del capital no es un acto jurídico, es la premisa de la emancipación de la explotación social, de la reconversión de las fuerzas productivas existentes hacia objetivos sociales, en oposición a la producción de plusvalía y la realización de mercancías. Como se ve, no se trata de que los comunistas se hagan ecologistas sino al revés, que el ecologismo se convierta en comunista.
Para algunas corrientes ecologistas, colapsistas o no, las luchas que estallan contra los tarifazos a las naftas serían una manifestación de la espantosa falta de consciencia de las masas acerca del inminente derrumbe civilizatorio. De acuerdo con esto, los trabajadores deberían financiar la reconversión de los combustibles fósiles a las energías limpias, cuando este método jamás alcanzaría ese propósito, ni tampoco existe la certeza de que ese sea el propósito de los tarifazos – sino reforzar el presupuesto del estado para financiar guerras y más actividades contaminantes. En nombre de la defensa del clima, se desata una ofensiva contra las condiciones de vida de los trabajadores. Macron establece un impuesto ecológico a las naftas, en el mismo momento que pelea contra Trump para que Total pueda desarrollar la explotación petrolera en Irán.
El fracaso de los acuerdos climáticos obedece a la imposibilidad de financiar una reconversión sobre las espaldas de los trabajadores, y a la competencia y la lucha entre las potencias capitalistas por el control de los recursos contaminantes. La cuestión climática es internacional por naturaleza, no puede ser abordada por un régimen social que se caracteriza por los enfrentamientos nacionales y la opresión nacional. La agenda del clima es indisociable del internacionalismo proletario.
La tarea de los socialistas debe ser enfrentar estas agresiones del capital a los trabajadores y a la naturaleza por medio de la lucha de clases, de la revolución y de la acción revolucionaria internacional. Replantear el lugar histórico del socialismo para gestionar la sociedad post colapso civilizatorio irreversible, es asignarle la función de sepulturero. Sostener la posibilidad de modificar el cambio climático mediante el ‘decrecimiento’, en el marco del capitalismo, debería partir del control de la natalidad, ahora en desuso, pero repetidamente defendido por los ideólogos del capitalismo. El techo del hijo único experimentado por China ha concluido, no ya en un fracaso, sino en una deformación poblacional, que impulsa a un mayor ‘productivismo’ y pillaje de la naturaleza.
El socialismo no consiste en transformar al Estado en propietario colectivo de los medios de producción, una suerte de capitalismo de estado, sino emancipar a la fuerza de trabajo de su condición de mercancía asalariada. Sin la ruptura de esta atadura, el proletariado no puede emanciparse del yugo de la explotación, y a la naturaleza de la usurpación por parte de una potencia extraña, el capital. Solamente la prevalencia del tiempo libre sobre el tiempo necesario para la supervivencia habilita la posibilidad de una relación histórica-natural del ser humano con su propio ambiente. El capital se eleva como potencia enajenante no solamente frente a la fuerza del trabajo sino ante todo frente al medio social y natural que incesantemente busca absorber. La primera medida de una revolución socialista internacional es reducir las horas de trabajo y separar a la producción del despilfarro capitalista. Este sería un ‘decrecimiento’ socialmente útil. El trabajo libre es la condición primera de la reconciliación del ser humano con su propio medio natural.
“El colapso civilizatorio y la extinción humana ya sería imposible de detener.” “Dinámica de cierre o clausura del horizonte socialista moderno”. “Derrumbe generalizado inminente de las fuerzas productivas”. “Colapso civilizatorio como resultado de procesos ya avanzados”. “Los equilibrios ya no se pueden recomponer”.
Todos estos espantajos dan por consumada una lucha que tenemos por delante. El punto de no retorno de la barbarie en desarrollo. “Repensar el socialismo”, sobre la base de estas premisas, es apuntarlo para una gestión de esa barbarie, que no será socialista sino capitalista. Un colapso civilizatorio no sería, bajo ningún aspecto, sinónimo de derrumbe del capitalismo – una metamorfosis de adaptación a la barbarie de su propio cuño. La fatalidad de ese colapso, justificada en cuestiones climáticas, al margen de la lucha de clases que el capitalismo declinante potencia cada vez más, sólo puede ser sostenida como ideología, o sea como una justificación, que empalma con la reacción en toda la línea. Esta tendencia aparece en la izquierda como expresión de escepticismo frente a rebeliones crecientes y procesos revolucionarios que buscan abrirse paso. Es un contra-espejo de los brotes fascistas que genera la ruina de la sociedad capitalista.
La integración de la crisis climática a “la crisis de la humanidad”, nos devuelve a la cuestión de la crisis de dirección del proletariado. Esta es la verdadera agenda política en la situación histórica presente.
Jorge Altamira
Acerca del autor: principal referente del Trotskysmo Argentino y líder histórico de la organización de izquierda más importante de dicho país (Partido Obrero)